Después de que la primera Copa del Mundo se celebrara en Uruguay en 1930, para la siguiente edición un país europeo tenía que ser la sede.
Así había sido el acuerdo en la naciente FIFA.
Y todos los caminos llevaron a Roma, en 1932 se designó a Italia como la sede del torneo. A diferencia de 1930, donde varias naciones europeas levantaron la mano para organizarlo, para 1934 sólo hubo dos candidatas, Suiza y el país gobernado por el llamado “Duce”, un tal Benito Mussolini.
El gobernante italiano, quien ya había consolidado el régimen fascista en su país, vio la designación de la Copa del Mundo, como una gran oportunidad de demostrar su poderío, no sólo en organización, además quería mostrar que la sociedad italiana era muy superior, y en el futbol ni se diga.
Desde que comenzó a prepararse el Mundial, el gobierno italiano metió la mano:
Se comenzó a nacionalizar a jugadores de varias partes del mundo para que jugaran por Italia.
El mismo “Duce” designaba a los árbitros para cada juego.
Los estadios tenían nombres referentes al gobierno que mandaba: el inmueble de Turín se llamaba: “Benito Mussolini”. Al de Roma le pusieron: “Nacional del Partido Fascista”.
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Torneo de vergüenza
El camino de Italia para disputar la final del torneo fue complicado. No hubo fase de grupos, el torneo inició en los octavos de final, donde los anfitriones vencieron 7-1 a Estados Unidos.
Pero en cuartos fue donde las cosas comenzaron a ponerse extrañas. El juego entre España e Italia quedó igualado a un gol, por lo que se tuvo que realizar otro al día siguiente, pero con la salvedad de que el árbitro fue diferente, el suizo René Mercet y nombrado por las altas esferas del gobierno. Ese encuentro fue de escándalo. A España se le anularon dos goles y el silbante permitió que el juego rudo de los locales inclinara la balanza.
Al final, Italia ganó 1-0 y el árbitro Mercet fue expulsado del arbitraje en cuanto llegó a su país.
En las semifinales, de nueva cuenta, un arbitraje manchado, se designó al sueco Ivan Eklind, ayudó a Italia a pasar sobre Austria. Ese mismo árbitro pitaría la final contra Checoslovaquia.
Las amenazas de muerte
La Selección de Italia había llegado a la final del Mundial, pero eso para Benito Mussolini no era suficiente. El Duce quería asegurar que el trofeo se quedaría en casa y lo que hizo, cuenta la leyenda, fue amenazar de muerte a sus jugadores y sobre todo a su entrenador, Vitorio Pozzo.
Para muestra está el telegrama que le llegó al técnico, minutos antes de que iniciara el juego: “Si gana, el éxito es suyo; pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”.
El mensaje estaba más que dado.
Para fortuna de Pozzo y los jugadores de Italia, su selección derrotó, con un empujoncito del arbitraje, 3-1 a Checoslovaquia, y así, salvaron la vida.